domingo, 25 de noviembre de 2018

EL CRISTIANISMO Y EL MUNDO ANTIGUO

“En el principio existía la Palabra, y la Palabra
estaba con Dios, y Dios era la Palabra.”
(Juan 1, 1)EN EL PRINCIPIO... UN TAL JESÚS
JESÚS EN LAS FUENTES HISTÓRICAS
La vida de Jesús transcurrió1 durante un periodo breve de tiempo y
en un lugar apartado del dilatado imperio romano. Nacido en torno al año 7
o 6 a. C, antes del fallecimiento de Herodes el Grande, su muerte tuvo lugar
en la primavera del año 30 d. C. Sin embargo, pese al distanciamiento
cronológico de su existencia a nuestros días, lo cierto es que contamos con
una serie de fuentes antiguas relativas a ella que no pueden calificarse ni de
escasas ni de carentes de importancia. Por supuesto, los Evangelios
canónicos —unas fuentes singularmente antiguas y bien transmitidas2— de
Mateo, Marcos, Lucas y Juan presentan un testimonio privilegiado, pero ni
constituyen la mayoría de las fuentes sobre Jesús ni las únicas. En realidad,
los documentos históricos que contienen referencias a Jesús son muy
variadas y, en términos generales, pese a proceder en no pocas ocasiones de
contextos adversos, los datos proporcionados en ellos coinciden con buena
parte de los transmitidos por los Evangelios.
Sin duda, los ejemplos más elocuentes al respecto son los
proporcionados por las fuentes judías, un conjunto de escritos relacionados
con los escritos rabínicos y con las obras de Flavio Josefo. En relación a las
primeras, hay que señalar que se trata de un conjunto de fuentes que resulta
especialmente negativo en su actitud hacia el personaje. Pese a todo,
1 La bibliografía sobre Jesús es muy extensa y, por desgracia, los aportes interesantes no
son muchos. Remitimos al lector a la recogida en nuestro Diccionario de Jesús y los
Evangelios, Estella, 1995, donde se detallan las discusiones sobre el tema.
2 Al respecto, véase el Apéndice de la presente obra.
siquiera indirectamente, vienen a confirmar buen número de los datos
suministrados acerca de él por los autores cristianos. En el Talmud, por
ejemplo, se afirma que realizó milagros —aunque, por supuesto, se
atribuyen al empleo de la hechicería— (Sanh 107; Sota 47b; J. Hag. II, 2);
que sedujo a Israel (Sanh 43a) y que por ello fue ejecutado por las
autoridades judías que lo colgaron la víspera de Pascua (Sanh 43 a). Se nos
dice asimismo que se proclamó Dios y anunció que volvería por segunda
vez (Yalkut Shimeoni 725). Se insiste en que fue un falso maestro (se le
acusa, por ejemplo, de relativizar el valor de la ley de Moisés), lo que le
habría hecho acreedor a la última pena, e incluso algún pasaje del Talmud
llega a representarlo en el otro mundo condenado a padecer entre
excrementos en ebullición (Guit. 56b-57a). Con todo, este juicio
denigratorio no es unánime, y así, por ejemplo, se cita con aprecio alguna
de las enseñanzas de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; T. Julin II, 24).
En el caso de Flavio Josefo —un miembro de una familia sacerdotal
judía que nació en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38
d. C.)— las referencias a Jesús son menos, tan solo dos, pero, desde luego,
no puede decirse que carezcan de interés. La primera se halla en Ant XVIII,
63, 64, y la segunda, en XX, 200-3. Su texto en la versión griega es como
sigue:
Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar
hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que
aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen
griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él
formularon los principales de entre nosotros, lo condenó a ser crucificado,
aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer
día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas
estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la
tribu de los cristianos (Ant XVIII, 63-64)3.
Por lo que se refiere a la segunda dice así:
El joven Anano... pertenecía a la escuela de los saduceos, que son, como ya he
explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la
hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía
una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba
aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanedrín y condujo
ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a
algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran
lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de mayor
moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por
aquello. Por lo tanto, enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que
3 Al igual que todos los otros textos reproducidos en este ensayo, el presente ha sido
traducido de la lengua original por el autor.
Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole
a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos
incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que
Anano no tenía autoridad para convocar el Sanedrín sin su consentimiento.
Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano
amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano,
lo depuso del Sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo
reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo.
Aunque ninguno de estos dos pasajes de las Antigüedades es
aceptado de manera unánime como auténtico, lo más corriente es aceptar la
autenticidad del segundo texto en su totalidad y la del primero
parcialmente, considerando que está interpolado de manera parcial o
completa4. Con todo, resulta muy posible que este último sea también
auténtico, aunque mutilado. El hecho de que Josefo hablara en Ant XX de
Santiago como «hermano de Jesús llamado Mesías» —una referencia tan
magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano—
hace pensar que había hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia
anterior acerca de Jesús sería, como es natural, la de Ant XVIII, 3, 3. La
autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo
XIX, ya que todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto
la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de
otros apelativos convierte en casi imposible el que su origen sea el de un
interpolador cristiano. Además la expresión tiene paralelos en el mismo
Josefo (Ant XVIII, 2, 7; X, 11, 2). Con seguridad también es auténtico el
relato de la muerte de Jesús, en el que se menciona la responsabilidad de
los saduceos en la misma y se descarga la culpa sobre Pilato, algo que
ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a
afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo y más si no
simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una
luz desfavorable ante un público romano. Otros aspectos del texto apuntan
asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como «los
primeros entre nosotros»; la descripción de los cristianos como «tribu»
(algo no necesariamente peyorativo) (comp. con Guerra III, 8, 3; VII, 8, 6);
etcétera. Resulta, por lo tanto, muy posible que Josefo incluyera en las
Antigüedades una referencia a Jesús como un «hombre sabio», cuya
muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilato, y cuyos
seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que Josefo escribía. Más
dudosas resultan la clara afirmación de que Jesús «era el Mesías» (Cristo);
4 Una discusión muy amplia sobre las diversas opiniones del denominado «testimonio
flaviano», en C. Vidal, El judeocristianismo en la Palestina del siglo I: de Pentecostés a
]amnia, págs. 36 y sigs. Podemos señalar que de los dos textos el segundo es
seguramente auténtico en su totalidad y que el primero también es auténtico pero pudo
sufrir recortes —no interpolaciones— que favorecieran una relectura cristiana.
las palabras «si es que puede llamársele hombre»; la referencia como
«maestro de gentes que aceptan la verdad con placer» quizá sea también
auténtica en su origen, si bien en la misma podría haberse deslizado un
error textual al confundir (a propósito o no) el copista la palabra TAAEZE
con TALEZE; y la mención de la resurrección de Jesús.
En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que
Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a
continuación: Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de sí a mucha
gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso
(o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía
que era el Mesías y, tal vez por ello, los miembros de la clase sacerdotal
decidieron acabar con él entregándolo con esta finalidad a Pilato, que lo
crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las
pretensiones mesiánicas de su maestro, dijeron que se les había aparecido.
En el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado
además por Anano, si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo
de los ocupantes, sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder
romano en la región. Tampoco esta muerte había conseguido acabar con el
movimiento5.
Como era lógico esperar —Judea era un lugar perdido del imperio y
carente de importancia económica, política, cultural y social— las
referencias a Jesús en las fuentes clásicas son muy limitadas. Sin embargo,
no faltan. Tácito [n. 56-57 d. C, y fallecido quizá durante el reinado de
Adriano (117-138 d. C.)], se refiere a Jesús en los Anales XV, 44. Esta
obra, escrita hacia el 115-7, contiene una mención explícita del
cristianismo. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea,
que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si
Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre
propio—, ejecutado por Pilato, y que durante el principado de Nerón sus
seguidores ya estaban afincados en Roma, donde no eran precisamente
populares.
Suetonio —un historiador aún joven durante el reinado de
Domiciano (81-96 d. C.)— menciona en su Vida de los Doce Césares
5 Aparte de los textos mencionados, debe hacerse referencia a la existencia del Josefo
eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el
siglo X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las
páginas anteriores; sin embargo, su autenticidad resulta problemática. Su traducción al
castellano dice así: «En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su
conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones
se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no
lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión
y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado
maravillas». En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto de interpolaciones no
solo relativas a Jesús, sino también a los primeros cristianos.
(Claudio XXV) una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar
de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal «Cresto»6.
El pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría
referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15), tuvo lugar en el
noveno año del reinado de Claudio (49 d. C). En cualquier caso no pudo ser
posterior al año 52.
Por último, Plinio el Joven (61-114 d. C), gobernador de Bitinia bajo
Trajano, menciona a los cristianos en el décimo libro de sus Cartas (X, 96,
97). Por sus referencias sabemos que consideraban que Cristo era Dios y
que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese a los
maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no
dejaron de contar con abandonos en sus filas.
En su conjunto, las referencias judías y, en menor medida, clásicas
permiten trazar un cuadro bastante coherente de la existencia de Jesús. Pese
a todo, la fuente más importante la constituyen —no podía ser de otra
manera— los Evangelios. Aunque no se puedan considerar con propiedad
lo mismo que en la actualidad entendemos como biografía en el sentido
historiográfico contemporáneo, no puede negarse que sí encajan —en
particular en el caso de Lucas— con los patrones historiográficos de su
época. En conjunto, presentan, por lo tanto, un retrato coherente de Jesús y
nos proporcionan un número considerable de datos que permiten
reconstruir históricamente su enseñanza y vida pública.
EL JESÚS HISTÓRICO
Partiendo de forma estricta de las fuentes históricas —en no pocos casos
hostiles— podemos reconstruir con notable seguridad lo que fue la vida de
Jesús. Su nacimiento hay que situarlo poco antes de la muerte de Herodes
el Grande (4 a. C.) (Mateo 2, 1 y sigs.). El mismo se produjo en Belén
(aunque algunos autores sin mucha base prefieren pensar en Nazaret como
su ciudad natal), y los datos que proporcionan los Evangelios en relación
con su ascendencia davídica deben tomarse como ciertos7, aunque esta
fuera a través de una rama secundaria. Buena prueba de ello es que cuando
6 Es objeto de controversia si Chrestus es una lectura asimilable a Christus. En ese
sentido se definió Schürer junto con otros autores. Graetz, por el contrario, ha
mantenido que Chrestus no era Cristo, sino un maestro cristiano contemporáneo del
alejandrino Apolos, al que se mencionaría en I Corintios 1:12, donde debería leerse
«Jréstu» en lugar de «Jristu». La idea de que Cresto fuera un mesías judío que hubiera
acudido a Roma a sembrar la revuelta resulta un tanto inverosímil.
7 En ese mismo sentido, véase una discusión amplia con bibliografía, en la sección de
cristología de C. Vidal, El judeocristianismo..., ídem, «Jesús», en Diccionario de Jesús
y los Evangelios.
el emperador romano Domiciano decidió acabar con los descendientes del
rey David hizo detener también a algunos familiares de Jesús, tal y como lo
recoge Eusebio de Cesárea (HE 1, 7) citando un testimonio de Julio
Africano.
Exiliada su familia a Egipto (un dato que se menciona también en el
Talmud y en otras fuentes judías), regresó a Palestina a la muerte de
Herodes, pero, por temor a Arquelao, sus parientes fijaron su residencia en
Nazaret, donde se mantendría durante los años siguientes (Mateo 2, 22-3).
Salvo una breve referencia que aparece en Lucas 2, 21 y sigs., no volvemos
a saber datos sobre Jesús hasta que este sobrepasó los treinta años. Por esa
época, fue bautizado por Juan el Bautista (Mateo 3 y paralelos), al que
Lucas presenta como pariente lejano de Jesús (Lucas 1, 39 y sigs.). Durante
su bautismo, Jesús tuvo una experiencia que confirmó su autoconciencia de
filiación divina así como de mesianidad8. De hecho, en el estado actual de
las investigaciones, la tendencia mayoritaria de los historiadores es la de
aceptar que, en efecto, Jesús se vio a sí mismo como Hijo de Dios —en un
sentido especial y distinto del de cualquier otro ser— y como Mesías. En
cuanto a su visión de la mesianidad, al menos desde los estudios de T. W.
Manson, parece haber poco terreno para dudar de que esta fue
comprendida, vivida y expresada bajo la estructura del siervo de Yahveh
(Mateo 3, 16 y paralelos) y del Hijo del hombre. Muy posible además es
que esta autoconciencia resultara anterior al bautismo. Los sinópticos —
aunque asimismo se sobreentiende en Juan— hacen referencia a un periodo
de tentación diabólica experimentado por Jesús con posterioridad al
bautismo (Mateo 4, 1 y sigs. y paralelos) y en el que se habría perfilado del
todo su modelo mesiánico rechazando los patrones políticos, meramente
sociales o espectaculares del mismo. No otro significado tienen las distintas
tentaciones referidas en Mateo 4 y Lucas 4: todos los reinos de la tierra, la
transformación de las piedras en pan o el descenso desde el pináculo del
Templo. Este periodo de tentación se corresponde, sin duda, con una
experiencia histórica —quizá referida por Jesús personalmente a sus
discípulos— que, por otro lado, se repetiría en ocasiones después del inicio
de su vida pública.
Tras este episodio se inició una primera etapa de su predicación que
transcurrió sobre todo en Galilea, aunque se produjeran breves visitas a
territorio gentil y a Samaria. A pesar de que en la predicación se consideró
entrañablemente relacionado con «las ovejas perdidas de la casa de Israel»,
no es menos cierto que Jesús mantuvo contactos con gentiles y que incluso
llegó a afirmar que la fe de uno de ellos era mayor que la que había
encontrado en Israel y que llegaría el día en que muchos como él se
8 Para este y otros aspectos de discusión de temas cristológicos remitimos a C. Vidal,
Diccionario de Jesús y los Evangelios, op. cit.
sentarían en el Reino con los Patriarcas (Mateo 8, 5-13; Lucas 7, 1-10). Al
actuar de esa manera, Jesús se distanciaba de forma radical de las demás
sectas judías9. No solo de los estrictos esenios de Qumrán, que incluso
cuestionaban la legitimidad de la vida espiritual del resto de Israel, sino
incluso de la mayoría de los fariseos —la secta más abierta y liberal del
judaísmo—, que rechazaban la entrada de los gentiles en Israel siguiendo
las posiciones de rabinos como Shammay. De esa manera, más que
implícita, Jesús procedía a universalizar la esperanza de Israel y la
ampliaba al resto de las naciones10.
En esa misma época, Jesús comenzó a predicar un mensaje radical —
muchas veces expresado en un género narrativo conocido en hebreo como
mashal y entre nosotros como parábolas— que chocaba con las
interpretaciones de algunos sectores del judaísmo (Mateo 5-7). Este
periodo de su vida pública concluyó, en términos generales, con un fracaso
(Mateo 11, 20 y sigs.). Los mismos hermanos11 de Jesús no creyeron en él
(Juan 7, 1-5) y junto con su madre incluso intentaron en ocasiones apartarle
de su misión (Marcos 3, 31 y sigs. y paralelos). Aún peor reaccionaron sus
paisanos (Mateo 13, 55 y sigs.) a causa de que su predicación se centraba
en la necesidad de la conversión o cambio de vida en razón del Reino, de
que pronunciaba terribles advertencias relacionadas con las graves
consecuencias que se derivarían de rechazar este mensaje divino y de que
se negó terminantemente a convertirse en un mesías político (Mateo 11, 20
y sigs.; Juan 6, 15).
Las fuentes históricas nos proporcionan los datos seguros suficientes
para reconstruir las líneas maestras fundamentales de la enseñanza de
Jesús. En primer lugar, su mensaje resultaba provocadoramente
universalista. El judaísmo era una fe que no estaba del todo cerrada a la
recepción de extranjeros en su seno. De hecho, durante los siglos anteriores
se había producido incluso una cierta expansión del judaísmo en ambientes
gentiles. Pese a todo, no dejaba de ser una fe étnica. La alternativa ofrecida
a los prosélitos consistía en convertirse en judíos —a través de la
9 Sobre las sectas judías, véase: «Fariseos», «Saduceos», «Esenios» y «Herodianos», en
C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995.
10 Durante esta etapa galilea los Evangelios atribuyen a Jesús una serie de milagros,
especialmente curaciones y expulsiones de demonios. Excede el objeto del presente
estudio adentrarse en esa cuestión. Baste decir que los relatos evangélicos aparecen
confirmados por las fuentes hostiles del Talmud. Una vez más, la tendencia
generalizada entre los historiadores hoy día es la de considerar que, al menos, algunos
de los relatados en los Evangelios acontecieron en realidad y, desde luego, el tipo de
relatos que los describen apuntan a la autenticidad de los mismos. En este sentido,
véase: J. Klausner, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, 1971; M. Smith, Jesús el mago,
Barcelona, 1988; C. Vidal, «Milagros», en Diccionario de Jesús...
11 Sobre los hermanos de Jesús, véase: «Hermanos de Jesús», «Santiago», «Simón» y
«Judas», en C. Vidal, Diccionario de Jesús...
circuncisión o del baño ritual en el caso de las mujeres— o en creyentes de
segunda clase, los temerosos de Dios, a los que se permitía acudir a las
sinagogas pero sin integrarse en su totalidad en el pueblo de Israel. A estos
les esperaba un lugar en el «mundo venidero» pero, desde luego, no en pie
de igualdad con los judíos. En otras palabras, su salvación era, en un
sentido literal, una salvación de segundo orden.
En el seno del judaísmo no solo se producía una clara separación de
carácter étnico-religioso que implicaba la plenitud de fe solo para aquellos
que se integraban en una realidad nacional, la judía, sino que además se
mantenían otras divisiones tanto de carácter social como sexual. En
términos comparativos, la Torah mosaica por la que se regía el judaísmo
contemplaba con relativa benevolencia a los esclavos de origen judío. Con
todo, en la práctica, la situación de los esclavos gentiles era muy similar a
la padecida por cualquier desdichado de esta condición en el mundo nojudío12.
Se les ofrecía de manera generalizada la posibilidad de convertirse
al judaísmo y las fuentes históricas señalan que algunos optaban al cabo de
cierto tiempo por aceptar el ofrecimiento, quizá en no pocos casos con la
esperanza de mejorar su condición.
Por lo que se refiere a la condición de la mujer, la Torah manifestaba
hacia ella una mayor consideración que la que podía esperar encontrar en el
mundo helenístico. Aun así, no era posible negar que su status social era
claramente subordinado. Durante los meses de su menstruación incurría en
un estado de impureza ritual o nidah, impureza que volvía a producirse tras
las relaciones sexuales, con posterioridad al parto, etcétera. Aunque se
esperaba en teoría que prestara su consentimiento libre al marido escogido
por su familia, por regla general parece que se producía solo una aceptación
de los hechos consumados. Por supuesto, la muerte de su esposo representaba
un drama de tal magnitud que la viuda constituía un paradigma
de ser menesteroso. Por añadidura, el hecho de que pudiera acceder a una
cierta instrucción era por lo general muy excepcional.
Por último, el judaísmo —como las religiones con un fuerte
contenido ritual— manifestaba un rechazo evidente hacia aquellos judíos
que no cumplían de manera mínimamente meticulosa los principios
mosaicos de limpieza religiosa. Para este sector de la población, que en
muchos lugares debió de ser mayoritario, se reservaba el nombre de am-haarets,
literalmente, la gente de la tierra, así como un comportamiento despectivo.
Los Evangelios aparecen repletos de ejemplos de esa conducta
denigratoria —como, por ejemplo, la parábola del fariseo y el publicano
(Lucas 18, 9 y sigs.) o el relato de la conversión de Mateo (Marcos 2, 13-
12 Sobre la situación de las distintas clases sociales en el judaísmo contemporáneo de
Jesús, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, 1994, págs. 205 y sigs.
17)—, pero, de forma comparativa, describe muchos menos de los que
podemos hallar en las páginas del Talmud.
Sobre este trasfondo judaico, la enseñanza de Jesús resultaba
excepcional y no debe resultar extraño que provocara reacciones muy
negativas entre sus compatriotas. Para empezar, Jesús rechazó las
diferenciaciones de tipo étnico o racial. Causando la sorpresa de sus
mismos discípulos, se trató con los samaritanos (Juan 4), un pueblo
distanciado de los judíos por una enemistad de siglos13, y, como ya hemos
señalado, cometió la indecible osadía de afirmar que los gentiles se
sentarían al lado de Abraham, Isaac y Jacob, los personajes fundacionales
de Israel, mientras no pocos judíos serían rechazados. El hecho de que una
fe sea considerada universal y abierta a todos los pueblos puede parecer
hoy día natural. No lo era en el siglo I y, desde luego, no provocó
reacciones positivas ni entre los propios seguidores de Jesús, que tuvieron
dificultades para adaptarse a esa circunstancia, ni entre sus compatriotas.
Aún más difícil de asimilar resultaba la actitud de Jesús hacia los
sectores más desfavorecidos de una sociedad rígidamente dividida por
razones sociales y rituales. Un ejemplo elocuente de esa circunstancia se
halla en su actitud hacia las mujeres. Jesús las trató con una cercanía y una
familiaridad que llamó la atención incluso de sus mismos discípulos (Juan
4, 27). A diferencia de los rabinos de su tiempo, que no se hubieran
acercado nunca a una mujer —¿quién se hubiera arriesgado a contraer la
impureza ritual procedente de una menstruante?—, son repetidos los casos
en que Jesús habló en público con ellas incluso en situaciones muy
delicadas (Mateo 26, 7; Lucas 7, 35-50; 10, 38 y sigs.; Juan 8, 3-11). No
solo eso. Las puso como ejemplo de conducta en el seno de una cultura
acusadamente patriarcal (Mateo 13, 33; 25, 1-13; Lucas 15, 8) e incluso
encomió en público sus virtudes (Mateo 15, 28). Desde luego, las fuentes
recogen varios episodios en los que las mujeres fueron objeto de la
atención de Jesús (Mateo 8, 14; 9, 20; 15, 22; Lucas 8, 2; 13, 11) y llegaron
a convertirse en discípulos suyos, de nuevo un fenómeno reprobable desde
la óptica judía (Lucas 8, 1-3; 23, 55).
Esta conducta desagradablemente provocativa llevó a Jesús incluso a
compartir la mesa con los sectores sociales más despreciados. Su cercanía a
«pecadores y publícanos» ocasionó acerbas críticas desde el principio de su
predicación (Marcos 2, 12 y sigs.), así como el hecho de que uno de sus
discípulos hubiera pertenecido al odiado grupo de los recaudadores de
impuestos para Roma o de que acogiera con agrado el arrepentimiento de
un jefe de publícanos como Zaqueo (Lucas 19, 1 y sigs.). Asimismo,
relatos como aquel en que contraponía a un odiado y pecador publicano
con un cumplidor (y autosuficiente) fariseo, inclinándose en favor del
13 Al respecto, véase «Samaritanos», en C. Vidal, Diccionario de Jesús...
primero, provocaron reacciones comprensiblemente irritadas (Lucas 18, 9-
14).
Pese a su notable originalidad, pese a su visión marcadamente
universalista, pese a su acusado contraste con la realidad del judaísmo
coetáneo, resultaría un fácil anacronismo atribuir a Jesús una visión
idealizada de la Humanidad. El no cayó, desde luego, ni en un optimismo
antropológico, ni en un apocalipticismo populista, ni en un idealismo
feminista. Por el contrario, hay que señalar que la perspectiva con que
Jesús contemplaba al género humano era más bien pesimista, ya que
descansaba en la creencia de que todos los seres humanos se hallan en una
situación de extravío o perdición. En relatos como los recogidos en el
capítulo 15 de Lucas, la Humanidad es asemejada a una oveja que se ha
descarriado, a una moneda que se ha perdido o a un hijo pródigo que ha
desperdiciado su fortuna y que se encuentra en una miserable situación de
la que desearía salir aunque se ve incapaz de hacerlo. Esa condición de
seres perdidos explica de forma cabal que Jesús no deseara realizar —y no
lo hiciera ciertamente— distingos entre hombres y mujeres, injustos y en
apariencia justos, esclavos y libres, incluso entre judíos y no-judíos. Todos
eran enfermos y todos necesitaban de médico sin excepción alguna
(Marcos 2, 15-7).
Precisamente esa visión pesimista de los seres humanos explica la
comprensión que del poder político tenía Jesús. Frente a la tesis de una
monarquía de carácter divino, que Israel compartía matizadamente con
otros pueblos de Oriente —y que Roma había comenzado a asimilar desde
César y Augusto siquiera en provincias—, en Jesús encontramos una
notable desconfianza hacia los poderes políticos. En Lucas 4 se conecta a
estos de manera clara con el propio Satanás, y en Mateo 20, 24 y sigs. se
recoge una referencia explícita de Jesús sobre los gobernantes: «Sabéis que
los gobernantes de las naciones las gobiernan como señores y los grandes
las oprimen con su poder». Esta actitud de Jesús hacia la política explica en
buena medida su rechazo de opciones revolucionarias y de la violencia
precisamente en el seno de una cultura que unas décadas después estallaría
arrastrada por la espada de los zelotes14. Al mismo tiempo, Jesús no dejó de
manifestar su desprecio hacia gobernantes como Herodes o Pilato. Lo que
enseñaba no era la necesidad de sustituir a un gobernante por otro, sino la
de cambiar una visión de la política por otra muy distinta. Como tendremos
ocasión de ver, este aspecto de la enseñanza de Jesús tendría un fecundo
trayecto durante los siglos venideros.
En segundo lugar, la visión de Jesús implicaba un compromiso ético
y vivencial de características muy concretas que se denomina muchas veces
14 Sobre la sublevación judía del 66 d. C, véase: C. Vidal, El judeocristianismo...,
Madrid, págs. 179 y sigs. y 191 y sigs.
en las fuentes con el nombre de conversión15. El llamado a la conversión
formaba parte esencial de la predicación de Jesús (Marcos 1, 14-5),
apareciendo esta simbolizada en relatos como el del hijo pródigo (Lucas
15) o en símiles como los del enfermo que ha de recibir la ayuda del
médico (Marcos 2, 16-7). Según la enseñanza de Jesús, es la conversión la
que permite acceder a la condición de hijo de Dios (Juan 1, 12) y obtener la
vida eterna (Juan 5, 24), y precisamente por su importancia imprescindible
a la hora de decidir el destino eterno del hombre, Dios se alegra de la
conversión (Lucas 15, 4-32) y Jesús considera el llamado a ella como
núcleo central e irrenunciable de su Evangelio (Lucas 24, 47).
Sin embargo, esta conversión no tenía como finalidad un mero
cambio de ideas religiosas, sino el inicio real de una nueva vida. En ella
resultaba esencial la encarnación de valores éticos como la relativización
de lo material (Mateo 6, 25 y sigs.), la fidelidad conyugal y la estabilidad
matrimonial (Mateo 5, 25-8 y 5, 31-2), el respeto a la palabra y la veracidad
(Mateo 5, 33-7) o la renuncia a la violencia y a la venganza (Mateo 5, 38-
42). Para Jesús, se trataba no tanto de aniquilar la ley de Moisés como de
darle todo su contenido (Mateo 5, 17-9). Por ello, a la idea de un uso
legítimo de la violencia oponía la no-violencia; a la espera del
enriquecimiento, una visión providencia-lista; a la necesidad de juramento
como garantía, la veracidad; al divorcio con escasas garantías para la
mujer, la parte más desprotegida, la lealtad a toda costa. De nuevo, Jesús se
destacaba sobre la visión —muy noble desde ciertos puntos de vista y más
si se la comparaba con el mundo pagano— del judaísmo. Porque además
Jesús consideraba que los mandatos más audaces de la ética predicada por
él —como el amor al prójimo— no debían quedar circunscritos a sus
compatriotas judíos, ni siquiera solo a los correligionarios de la nueva fe.
Frente al exclusivismo judío —muy extremo en Qumrán, pero, en general,
presente incluso en la Torah— Jesús enseñaba que debía abarcar incluso a
los considerados enemigos (Mateo 5, 43-48).
Finalmente, Jesús abogaba por un sentido providencialista de la
Historia. No creía en la posibilidad de darle vuelcos revolucionarios ni
tampoco en la legitimación acrítica del statu quo. Era obvio que el mundo
presente era malo, pero en él se podía ya vivir de una manera diferente. Era
innegable también que las soluciones revolucionarias podían atraer a la
gente, pero que, en general, resultarían origen de males sin cuento. En
ambos casos, Jesús abogaba por un cambio espiritual que pudiera
distanciarse tanto de los galileos sublevados contra Roma como del Pilato
que los había ejecutado (Lucas 13,1 y sigs.).
15 El término castellano viene a traducir de manera más o menos aproximada el verbo
griego epistrefo (volver) (Mateo 12, 44; 24, 18; Lucas 2, 39) y el sustantivo metanoia
(cambio de mente).
Con todo, para Jesús este mundo no era una suma de absurdos —a
pesar de la maldad que hallamos en él—, sino un cosmos ordenado en el
que Dios interviene providencialmente haciendo llover tanto sobre justos
como sobre injustos (Mateo 5, 45) y en el que intervendrá al final de la
Historia para hacer reinar la justicia. Precisamente por ello, ni la angustia ni
la ciega ambición pueden ser los motores de la actividad humana, sino, más
bien, la confianza en que todo tiene sentido —aunque este se nos escape—
y que ese sentido se halla en las manos de un Dios de amor, deseoso de
aceptar a los extraviados seres humanos como hijos.
La predicación de Jesús al respecto resultaba muy obvia, y a ella y a
los actos de caridad se dedicó de manera incansable durante su ministerio
en Galilea. Sin embargo, lo que le esperaba no era una recepción entusiasta
de la población, sino una respuesta formalmente aciaga.
EL DESCENSO A JERUSALÉN Y LA EJECUCIÓN DE JESÚS
El ministerio de Jesús en Galilea —en el que hay que insertar varias
subidas a Jerusalén, con motivo de las fiestas judías, narradas sobre todo en
el Evangelio de Juan— fue seguido por un ministerio de paso por Perea
(narrado casi en exclusiva por Lucas) y el año 30 d. C, la bajada última a
Jerusalén, donde se produjo su entrada en medio del entusiasmo de buen
número de peregrinos que habían bajado a celebrar la Pascua y que
conectaron el episodio con la profecía mesiánica de Zacarías 9, 9 y sigs.
Contra lo que se afirma en alguna ocasión, es imposible cuestionar el
hecho de que Jesús contaba con morir de forma violenta. De hecho, la
práctica totalidad de los historiadores da hoy por seguro que esperaba que
así sucediera y que así se lo comunicó a sus discípulos más cercanos. Su
conciencia de ser el Siervo de Yahveh del que se habla en Isaías 53
(Marcos 10, 43-45), un personaje inocente que moriría por la salvación de
los demás, o la mención a su próxima sepultura (Mateo 26, 12) apenas unos
días antes de su prendimiento, son solo algunas de las circunstancias que
obligan a llegar a esa conclusión.
De hecho, cuando Jesús entró en Jerusalén durante la última semana
de su vida ya había concitado frente a él la oposición de un amplio sector
de las autoridades religiosas judías, que consideraban su muerte como una
salida aceptable e incluso deseable (Juan 11, 47 y sigs.) y que no vieron
con agrado la popularidad de Jesús entre los asistentes a la fiesta. Durante
algunos días, fue tanteado por diversas personas en un intento de atraparlo
en falta o quizá solo de asegurar de modo irrevocable su destino final
(Mateo 22, 15 y sigs. y paralelos). La noche de su prendimiento, en el curso
de la cena de Pascua, Jesús anunció la inauguración del Nuevo Pacto de
Dios al que había hecho referencia medio milenio antes el profeta Jeremías
(31, 27 y sigs.). Pero, de una manera extraordinariamente audaz, Jesús lo
declaró basado en su próxima muerte, considerada de manera sacrificial y
expiatoria.
Tras concluir la celebración, consciente de lo cerca que se hallaba de
su prendimiento, Jesús se dirigió a orar a Getsemaní junto con algunos de
sus discípulos más cercanos. Aprovechando la noche y valiéndose de la
traición de uno de los apóstoles, las autoridades del templo —en su mayor
parte saduceas— se apoderaron de él.
El interrogatorio, lleno de irregularidades, se celebró ante el
Sanhedrín e intentó esclarecer, si es que no imponer, la tesis de que existían
causas para condenarlo a muerte (Mateo 26, 57 y sigs. y paralelos). La
cuestión se decidió en ese sentido sobre la base de testigos que aseguraban
que Jesús había anunciado la destrucción del Templo (algo que tenía una
clara base real, aunque con un enfoque radicalmente distinto al expuesto
por la acusación) y sobre el propio testimonio del acusado que se identificó
como el mesías-Hijo del hombre al que hace referencia la profecía
contenida en el libro del profeta Daniel (7, 13).
El problema fundamental para llevar a cabo la ejecución de Jesús
arrancaba de la imposibilidad por parte de las autoridades judías de aplicar
la pena de muerte, una competencia de la que habían sido privadas por
Roma. Cuando el preso fue llevado con esta finalidad ante el gobernador
romano Pilato (Mateo 27, 11 y sigs. y paralelos), este comprendió que ante
él se planteaba una cuestión meramente religiosa que no le afectaba y
eludió en un principio comprometerse en el asunto. Posiblemente fue
entonces cuando los acusadores comprendieron que solo un cargo de
carácter político podría abocar a la condena a muerte que buscaban. En
armonía con esta conclusión, indicaron a Pilato que Jesús era un sedicioso
(Lucas 23, 1 y sigs.). Pero aquel, al averiguar que el acusado era galileo, y
valiéndose de un problema de competencia legal, remitió la causa a
Herodes (Lucas 23, 6 y sigs.), librándose en ese momento de dictar
sentencia. Al parecer, Herodes no encontró políticamente peligroso a Jesús
y, tal vez, no deseando hacer un favor a las autoridades del Templo
apoyando su punto de vista en contra del mantenido hasta entonces por
Pilato, prefirió devolvérselo a este. El romano le aplicó entonces una pena
de flagelación (Lucas 23, 13 y sigs.), quizá con la idea de que sería
suficiente escarmiento16 y que los acusadores de Jesús se darían por
satisfechos. Sin embargo, la mencionada medida no quebrantó lo más
mínimo el deseo de las autoridades judías de que Jesús fuera ejecutado.
Cuando Pilato les propuso soltarlo acogiéndose a una costumbre —de la
que también nos habla el Talmud— en virtud de la cual se podía liberar a
16 Véase, en este sentido, A. Sherwin-White, Roman Society and Roman Law in tbe New
Testament, Oxford, 1963.
un preso por Pascua, una multitud, tal vez reunida por los sacerdotes judíos,
pidió que se pusiera en libertad a un delincuente llamado Barrabás en lugar
de a Jesús (Lucas 23, 13 y sigs. y paralelos). Ante la amenaza de que aquel
asunto llegara a oídos del emperador y el temor de acarrearse problemas
con este, Pilato optó al final por condenar a Jesús a la muerte en la cruz.
El reo se hallaba tan extenuado por el suplicio sufrido que tuvo que
ser ayudado a llevar el instrumento de tormento (Lucas 23, 26 y sigs. y
paralelos) por un extranjero, cuyos hijos serían cristianos después (Marcos
15, 21; Romanos 16, 13). Crucificado junto con dos delincuentes comunes,
Jesús murió al cabo de unas horas. Para entonces la mayoría de sus
discípulos habían huido a esconderse —la excepción sería el discípulo
amado de Juan 19, 25-26, y algunas mujeres entre las que se encontraba su
madre— y uno de ellos, Pedro, le había negado en público varias veces.
Valiéndose de un privilegio concedido por la ley romana relativa a los
condenados a muerte, el cuerpo fue depositado en la tumba propiedad de
José de Arimatea, un discípulo secreto de Jesús. Sus enseñanzas podían
haber sido, además de originales, sublimes. Ahora parecía que todo había
terminado.
«... Cristo fue muerto por nuestros pecados,
conforme a las Escrituras, y fue sepultado, conforme
a las Escrituras, y se apareció a Pedro, y
después a los Doce. Después se apareció a más de
quinientos hermanos juntos, de los que muchos viven
aún, aunque algunos ya han muerto. Después
se apareció a Santiago; después a todos los apóstoles,
y el último de todos, como si fuera un aborto,
a mí.»
(I Corintios 15, 3-8)
«Solamente tenían en su contra ciertas cuestiones
acerca de su superstición y de un tal Jesús,
muerto, que afirmaba que estaba vivo.»
(Hechos 25, 19)

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