EL JESÚS HISTÓRICO

Primera parte
EL CRISTIANISMO
Y EL MUNDO ANTIGUO EN EL PRINCIPIO... UN TAL JESÚS
JESÚS EN LAS FUENTES HISTÓRICAS
La vida de Jesús transcurrió1 durante un periodo breve de tiempo y
en un lugar apartado del dilatado imperio romano. Nacido en torno al año 7
o 6 a. C, antes del fallecimiento de Herodes el Grande, su muerte tuvo lugar
en la primavera del año 30 d. C. Sin embargo, pese al distanciamiento
cronológico de su existencia a nuestros días, lo cierto es que contamos con
una serie de fuentes antiguas relativas a ella que no pueden calificarse ni de
escasas ni de carentes de importancia. Por supuesto, los Evangelios
canónicos —unas fuentes singularmente antiguas y bien transmitidas2— de
Mateo, Marcos, Lucas y Juan presentan un testimonio privilegiado, pero ni
constituyen la mayoría de las fuentes sobre Jesús ni las únicas. En realidad,
los documentos históricos que contienen referencias a Jesús son muy
variadas y, en términos generales, pese a proceder en no pocas ocasiones de
contextos adversos, los datos proporcionados en ellos coinciden con buena
parte de los transmitidos por los Evangelios.
Sin duda, los ejemplos más elocuentes al respecto son los
proporcionados por las fuentes judías, un conjunto de escritos relacionados
con los escritos rabínicos y con las obras de Flavio Josefo. En relación a las
primeras, hay que señalar que se trata de un conjunto de fuentes que resulta
especialmente negativo en su actitud hacia el personaje. Pese a todo,
1 La bibliografía sobre Jesús es muy extensa y, por desgracia, los aportes interesantes no
son muchos. Remitimos al lector a la recogida en nuestro Diccionario de Jesús y los
Evangelios, Estella, 1995, donde se detallan las discusiones sobre el tema.
2 Al respecto, véase el Apéndice de la presente obra.
siquiera indirectamente, vienen a confirmar buen número de los datos
suministrados acerca de él por los autores cristianos. En el Talmud, por
ejemplo, se afirma que realizó milagros —aunque, por supuesto, se
atribuyen al empleo de la hechicería— (Sanh 107; Sota 47b; J. Hag. II, 2);
que sedujo a Israel (Sanh 43a) y que por ello fue ejecutado por las
autoridades judías que lo colgaron la víspera de Pascua (Sanh 43 a). Se nos
dice asimismo que se proclamó Dios y anunció que volvería por segunda
vez (Yalkut Shimeoni 725). Se insiste en que fue un falso maestro (se le
acusa, por ejemplo, de relativizar el valor de la ley de Moisés), lo que le
habría hecho acreedor a la última pena, e incluso algún pasaje del Talmud
llega a representarlo en el otro mundo condenado a padecer entre
excrementos en ebullición (Guit. 56b-57a). Con todo, este juicio
denigratorio no es unánime, y así, por ejemplo, se cita con aprecio alguna
de las enseñanzas de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; T. Julin II, 24).
En el caso de Flavio Josefo —un miembro de una familia sacerdotal
judía que nació en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38
d. C.)— las referencias a Jesús son menos, tan solo dos, pero, desde luego,
no puede decirse que carezcan de interés. La primera se halla en Ant XVIII,
63, 64, y la segunda, en XX, 200-3. Su texto en la versión griega es como
sigue:
Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar
hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que
aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen
griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él
formularon los principales de entre nosotros, lo condenó a ser crucificado,
aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer
día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas
estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la
tribu de los cristianos (Ant XVIII, 63-64)3.
Por lo que se refiere a la segunda dice así:
El joven Anano... pertenecía a la escuela de los saduceos, que son, como ya he
explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la
hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía
una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba
aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanedrín y condujo
ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a
algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran
lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de mayor
moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por
aquello. Por lo tanto, enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que
3 Al igual que todos los otros textos reproducidos en este ensayo, el presente ha sido
traducido de la lengua original por el autor.
Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole
a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos
incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que
Anano no tenía autoridad para convocar el Sanedrín sin su consentimiento.
Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano
amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano,
lo depuso del Sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo
reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo.
Aunque ninguno de estos dos pasajes de las Antigüedades es
aceptado de manera unánime como auténtico, lo más corriente es aceptar la
autenticidad del segundo texto en su totalidad y la del primero
parcialmente, considerando que está interpolado de manera parcial o
completa4. Con todo, resulta muy posible que este último sea también
auténtico, aunque mutilado. El hecho de que Josefo hablara en Ant XX de
Santiago como «hermano de Jesús llamado Mesías» —una referencia tan
magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano—
hace pensar que había hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia
anterior acerca de Jesús sería, como es natural, la de Ant XVIII, 3, 3. La
autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo
XIX, ya que todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto
la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de
otros apelativos convierte en casi imposible el que su origen sea el de un
interpolador cristiano. Además la expresión tiene paralelos en el mismo
Josefo (Ant XVIII, 2, 7; X, 11, 2). Con seguridad también es auténtico el
relato de la muerte de Jesús, en el que se menciona la responsabilidad de
los saduceos en la misma y se descarga la culpa sobre Pilato, algo que
ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a
afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo y más si no
simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una
luz desfavorable ante un público romano. Otros aspectos del texto apuntan
asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como «los
primeros entre nosotros»; la descripción de los cristianos como «tribu»
(algo no necesariamente peyorativo) (comp. con Guerra III, 8, 3; VII, 8, 6);
etcétera. Resulta, por lo tanto, muy posible que Josefo incluyera en las
Antigüedades una referencia a Jesús como un «hombre sabio», cuya
muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilato, y cuyos
seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que Josefo escribía. Más
dudosas resultan la clara afirmación de que Jesús «era el Mesías» (Cristo);
4 Una discusión muy amplia sobre las diversas opiniones del denominado «testimonio
flaviano», en C. Vidal, El judeocristianismo en la Palestina del siglo I: de Pentecostés a
]amnia, págs. 36 y sigs. Podemos señalar que de los dos textos el segundo es
seguramente auténtico en su totalidad y que el primero también es auténtico pero pudo
sufrir recortes —no interpolaciones— que favorecieran una relectura cristiana.
las palabras «si es que puede llamársele hombre»; la referencia como
«maestro de gentes que aceptan la verdad con placer» quizá sea también
auténtica en su origen, si bien en la misma podría haberse deslizado un
error textual al confundir (a propósito o no) el copista la palabra TAAEZE
con TALEZE; y la mención de la resurrección de Jesús.
En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que
Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a
continuación: Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de sí a mucha
gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso
(o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía
que era el Mesías y, tal vez por ello, los miembros de la clase sacerdotal
decidieron acabar con él entregándolo con esta finalidad a Pilato, que lo
crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las
pretensiones mesiánicas de su maestro, dijeron que se les había aparecido.
En el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado
además por Anano, si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo
de los ocupantes, sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder
romano en la región. Tampoco esta muerte había conseguido acabar con el
movimiento5.
Como era lógico esperar —Judea era un lugar perdido del imperio y
carente de importancia económica, política, cultural y social— las
referencias a Jesús en las fuentes clásicas son muy limitadas. Sin embargo,
no faltan. Tácito [n. 56-57 d. C, y fallecido quizá durante el reinado de
Adriano (117-138 d. C.)], se refiere a Jesús en los Anales XV, 44. Esta
obra, escrita hacia el 115-7, contiene una mención explícita del
cristianismo. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea,
que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si
Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre
propio—, ejecutado por Pilato, y que durante el principado de Nerón sus
seguidores ya estaban afincados en Roma, donde no eran precisamente
populares.
Suetonio —un historiador aún joven durante el reinado de
Domiciano (81-96 d. C.)— menciona en su Vida de los Doce Césares
5 Aparte de los textos mencionados, debe hacerse referencia a la existencia del Josefo
eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el
siglo X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las
páginas anteriores; sin embargo, su autenticidad resulta problemática. Su traducción al
castellano dice así: «En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su
conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones
se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no
lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión
y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado
maravillas». En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto de interpolaciones no
solo relativas a Jesús, sino también a los primeros cristianos.
(Claudio XXV) una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar
de Roma a unos judíos que causaban tumultos a causa de un tal «Cresto»6.
El pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría
referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15), tuvo lugar en el
noveno año del reinado de Claudio (49 d. C). En cualquier caso no pudo ser
posterior al año 52.
Por último, Plinio el Joven (61-114 d. C), gobernador de Bitinia bajo
Trajano, menciona a los cristianos en el décimo libro de sus Cartas (X, 96,
97). Por sus referencias sabemos que consideraban que Cristo era Dios y
que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese a los
maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no
dejaron de contar con abandonos en sus filas.
En su conjunto, las referencias judías y, en menor medida, clásicas
permiten trazar un cuadro bastante coherente de la existencia de Jesús. Pese
a todo, la fuente más importante la constituyen —no podía ser de otra
manera— los Evangelios. Aunque no se puedan considerar con propiedad
lo mismo que en la actualidad entendemos como biografía en el sentido
historiográfico contemporáneo, no puede negarse que sí encajan —en
particular en el caso de Lucas— con los patrones historiográficos de su
época. En conjunto, presentan, por lo tanto, un retrato coherente de Jesús y
nos proporcionan un número considerable de datos que permiten
reconstruir históricamente su enseñanza y vida pública.EL JESÚS HISTÓRICO
Partiendo de forma estricta de las fuentes históricas —en no pocos casos
hostiles— podemos reconstruir con notable seguridad lo que fue la vida de
Jesús. Su nacimiento hay que situarlo poco antes de la muerte de Herodes
el Grande (4 a. C.) (Mateo 2, 1 y sigs.). El mismo se produjo en Belén
(aunque algunos autores sin mucha base prefieren pensar en Nazaret como
su ciudad natal), y los datos que proporcionan los Evangelios en relación
con su ascendencia davídica deben tomarse como ciertos7, aunque esta
fuera a través de una rama secundaria. Buena prueba de ello es que cuando
6 Es objeto de controversia si Chrestus es una lectura asimilable a Christus. En ese
sentido se definió Schürer junto con otros autores. Graetz, por el contrario, ha
mantenido que Chrestus no era Cristo, sino un maestro cristiano contemporáneo del
alejandrino Apolos, al que se mencionaría en I Corintios 1:12, donde debería leerse
«Jréstu» en lugar de «Jristu». La idea de que Cresto fuera un mesías judío que hubiera
acudido a Roma a sembrar la revuelta resulta un tanto inverosímil.
7 En ese mismo sentido, véase una discusión amplia con bibliografía, en la sección de
cristología de C. Vidal, El judeocristianismo..., ídem, «Jesús», en Diccionario de Jesús
y los Evangelios.
el emperador romano Domiciano decidió acabar con los descendientes del
rey David hizo detener también a algunos familiares de Jesús, tal y como lo
recoge Eusebio de Cesárea (HE 1, 7) citando un testimonio de Julio
Africano.
Exiliada su familia a Egipto (un dato que se menciona también en el
Talmud y en otras fuentes judías), regresó a Palestina a la muerte de
Herodes, pero, por temor a Arquelao, sus parientes fijaron su residencia en
Nazaret, donde se mantendría durante los años siguientes (Mateo 2, 22-3).
Salvo una breve referencia que aparece en Lucas 2, 21 y sigs., no volvemos
a saber datos sobre Jesús hasta que este sobrepasó los treinta años. Por esa
época, fue bautizado por Juan el Bautista (Mateo 3 y paralelos), al que
Lucas presenta como pariente lejano de Jesús (Lucas 1, 39 y sigs.). Durante
su bautismo, Jesús tuvo una experiencia que confirmó su autoconciencia de
filiación divina así como de mesianidad8. De hecho, en el estado actual de
las investigaciones, la tendencia mayoritaria de los historiadores es la de
aceptar que, en efecto, Jesús se vio a sí mismo como Hijo de Dios —en un
sentido especial y distinto del de cualquier otro ser— y como Mesías. En
cuanto a su visión de la mesianidad, al menos desde los estudios de T. W.
Manson, parece haber poco terreno para dudar de que esta fue
comprendida, vivida y expresada bajo la estructura del siervo de Yahveh
(Mateo 3, 16 y paralelos) y del Hijo del hombre. Muy posible además es
que esta autoconciencia resultara anterior al bautismo. Los sinópticos —
aunque asimismo se sobreentiende en Juan— hacen referencia a un periodo
de tentación diabólica experimentado por Jesús con posterioridad al
bautismo (Mateo 4, 1 y sigs. y paralelos) y en el que se habría perfilado del
todo su modelo mesiánico rechazando los patrones políticos, meramente
sociales o espectaculares del mismo. No otro significado tienen las distintas
tentaciones referidas en Mateo 4 y Lucas 4: todos los reinos de la tierra, la
transformación de las piedras en pan o el descenso desde el pináculo del
Templo. Este periodo de tentación se corresponde, sin duda, con una
experiencia histórica —quizá referida por Jesús personalmente a sus
discípulos— que, por otro lado, se repetiría en ocasiones después del inicio
de su vida pública.
Tras este episodio se inició una primera etapa de su predicación que
transcurrió sobre todo en Galilea, aunque se produjeran breves visitas a
territorio gentil y a Samaria. A pesar de que en la predicación se consideró
entrañablemente relacionado con «las ovejas perdidas de la casa de Israel»,
no es menos cierto que Jesús mantuvo contactos con gentiles y que incluso
llegó a afirmar que la fe de uno de ellos era mayor que la que había
encontrado en Israel y que llegaría el día en que muchos como él
sentarían en el Reino con los Patriarcas (Mateo 8, 5-13; Lucas 7, 1-10). Al
actuar de esa manera, Jesús se distanciaba de forma radical de las demás
sectas judías9. No solo de los estrictos esenios de Qumrán, que incluso
cuestionaban la legitimidad de la vida espiritual del resto de Israel, sino
incluso de la mayoría de los fariseos —la secta más abierta y liberal del
judaísmo—, que rechazaban la entrada de los gentiles en Israel siguiendo
las posiciones de rabinos como Shammay. De esa manera, más que
implícita, Jesús procedía a universalizar la esperanza de Israel y la
ampliaba al resto de las naciones10.
En esa misma época, Jesús comenzó a predicar un mensaje radical —
muchas veces expresado en un género narrativo conocido en hebreo como
mashal y entre nosotros como parábolas— que chocaba con las
interpretaciones de algunos sectores del judaísmo (Mateo 5-7). Este
periodo de su vida pública concluyó, en términos generales, con un fracaso
(Mateo 11, 20 y sigs.). Los mismos hermanos11 de Jesús no creyeron en él
(Juan 7, 1-5) y junto con su madre incluso intentaron en ocasiones apartarle
de su misión (Marcos 3, 31 y sigs. y paralelos). Aún peor reaccionaron sus
paisanos (Mateo 13, 55 y sigs.) a causa de que su predicación se centraba
en la necesidad de la conversión o cambio de vida en razón del Reino, de
que pronunciaba terribles advertencias relacionadas con las graves
consecuencias que se derivarían de rechazar este mensaje divino y de que
se negó terminantemente a convertirse en un mesías político (Mateo 11, 20
y sigs.; Juan 6, 15).
Las fuentes históricas nos proporcionan los datos seguros suficientes
para reconstruir las líneas maestras fundamentales de la enseñanza de
Jesús. En primer lugar, su mensaje resultaba provocadoramente
universalista. El judaísmo era una fe que no estaba del todo cerrada a la
recepción de extranjeros en su seno. De hecho, durante los siglos anteriores
se había producido incluso una cierta expansión del judaísmo en ambientes
gentiles. Pese a todo, no dejaba de ser una fe étnica. La alternativa ofrecida
a los prosélitos consistía en convertirse en judíos —a través de la
9 Sobre las sectas judías, véase: «Fariseos», «Saduceos», «Esenios» y «Herodianos», en
C. Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995.
10 Durante esta etapa galilea los Evangelios atribuyen a Jesús una serie de milagros,
especialmente curaciones y expulsiones de demonios. Excede el objeto del presente
estudio adentrarse en esa cuestión. Baste decir que los relatos evangélicos aparecen
confirmados por las fuentes hostiles del Talmud. Una vez más, la tendencia
generalizada entre los historiadores hoy día es la de considerar que, al menos, algunos
de los relatados en los Evangelios acontecieron en realidad y, desde luego, el tipo de
relatos que los describen apuntan a la autenticidad de los mismos. En este sentido,
véase: J. Klausner, Jesús de Nazaret, Buenos Aires, 1971; M. Smith, Jesús el mago,
Barcelona, 1988; C. Vidal, «Milagros», en Diccionario de Jesús...
11 Sobre los hermanos de Jesús, véase: «Hermanos de Jesús», «Santiago», «Simón» y
«Judas», en C. Vidal, Diccionario de Jesús...
circuncisión o del baño ritual en el caso de las mujeres— o en creyentes de
segunda clase, los temerosos de Dios, a los que se permitía acudir a las
sinagogas pero sin integrarse en su totalidad en el pueblo de Israel. A estos
les esperaba un lugar en el «mundo venidero» pero, desde luego, no en pie
de igualdad con los judíos. En otras palabras, su salvación era, en un
sentido literal, una salvación de segundo orden.
En el seno del judaísmo no solo se producía una clara separación de
carácter étnico-religioso que implicaba la plenitud de fe solo para aquellos
que se integraban en una realidad nacional, la judía, sino que además se
mantenían otras divisiones tanto de carácter social como sexual. En
términos comparativos, la Torah mosaica por la que se regía el judaísmo
contemplaba con relativa benevolencia a los esclavos de origen judío. Con
todo, en la práctica, la situación de los esclavos gentiles era muy similar a
la padecida por cualquier desdichado de esta condición en el mundo nojudío12.
Se les ofrecía de manera generalizada la posibilidad de convertirse
al judaísmo y las fuentes históricas señalan que algunos optaban al cabo de
cierto tiempo por aceptar el ofrecimiento, quizá en no pocos casos con la
esperanza de mejorar su condición.
Por lo que se refiere a la condición de la mujer, la Torah manifestaba
hacia ella una mayor consideración que la que podía esperar encontrar en el
mundo helenístico. Aun así, no era posible negar que su status social era
claramente subordinado. Durante los meses de su menstruación incurría en
un estado de impureza ritual o nidah, impureza que volvía a producirse tras
las relaciones sexuales, con posterioridad al parto, etcétera. Aunque se
esperaba en teoría que prestara su consentimiento libre al marido escogido
por su familia, por regla general parece que se producía solo una aceptación
de los hechos consumados. Por supuesto, la muerte de su esposo representaba
un drama de tal magnitud que la viuda constituía un paradigma
de ser menesteroso. Por añadidura, el hecho de que pudiera acceder a una
cierta instrucción era por lo general muy excepcional.
Por último, el judaísmo —como las religiones con un fuerte
contenido ritual— manifestaba un rechazo evidente hacia aquellos judíos
que no cumplían de manera mínimamente meticulosa los principios
mosaicos de limpieza religiosa. Para este sector de la población, que en
muchos lugares debió de ser mayoritario, se reservaba el nombre de am-haarets,
literalmente, la gente de la tierra, así como un comportamiento despectivo.
Los Evangelios aparecen repletos de ejemplos de esa conducta
denigratoria —como, por ejemplo, la parábola del fariseo y el publicano
(Lucas 18, 9 y sigs.) o el relato de la conversión de Mateo (Marcos 2, 13-
12 Sobre la situación de las distintas clases sociales en el judaísmo contemporáneo de
Jesús, véase: C. Vidal, El judeocristianismo..., Madrid, 1994, págs. 205 y sigs.
17)—, pero, de forma comparativa, describe muchos menos de los que
podemos hallar en las páginas del Talmud.
Sobre este trasfondo judaico, la enseñanza de Jesús resultaba
excepcional y no debe resultar extraño que provocara reacciones muy
negativas entre sus compatriotas. Para empezar, Jesús rechazó las
diferenciaciones de tipo étnico o racial. Causando la sorpresa de sus
mismos discípulos, se trató con los samaritanos (Juan 4), un pueblo
distanciado de los judíos por una enemistad de siglos13, y, como ya hemos
señalado, cometió la indecible osadía de afirmar que los gentiles se
sentarían al lado de Abraham, Isaac y Jacob, los personajes fundacionales
de Israel, mientras no pocos judíos serían rechazados. El hecho de que una
fe sea considerada universal y abierta a todos los pueblos puede parecer
hoy día natural. No lo era en el siglo I y, desde luego, no provocó
reacciones positivas ni entre los propios seguidores de Jesús, que tuvieron
dificultades para adaptarse a esa circunstancia, ni entre sus compatriotas.
Aún más difícil de asimilar resultaba la actitud de Jesús hacia los
sectores más desfavorecidos de una sociedad rígidamente dividida por
razones sociales y rituales. Un ejemplo elocuente de esa circunstancia se
halla en su actitud hacia las mujeres. Jesús las trató con una cercanía y una
familiaridad que llamó la atención incluso de sus mismos discípulos (Juan
4, 27). A diferencia de los rabinos de su tiempo, que no se hubieran
acercado nunca a una mujer —¿quién se hubiera arriesgado a contraer la
impureza ritual procedente de una menstruante?—, son repetidos los casos
en que Jesús habló en público con ellas incluso en situaciones muy
delicadas (Mateo 26, 7; Lucas 7, 35-50; 10, 38 y sigs.; Juan 8, 3-11). No
solo eso. Las puso como ejemplo de conducta en el seno de una cultura
acusadamente patriarcal (Mateo 13, 33; 25, 1-13; Lucas 15, 8) e incluso
encomió en público sus virtudes (Mateo 15, 28). Desde luego, las fuentes
recogen varios episodios en los que las mujeres fueron objeto de la
atención de Jesús (Mateo 8, 14; 9, 20; 15, 22; Lucas 8, 2; 13, 11) y llegaron
a convertirse en discípulos suyos, de nuevo un fenómeno reprobable desde
la óptica judía (Lucas 8, 1-3; 23, 55).
Esta conducta desagradablemente provocativa llevó a Jesús incluso a
compartir la mesa con los sectores sociales más despreciados. Su cercanía a
«pecadores y publícanos» ocasionó acerbas críticas desde el principio de su
predicación (Marcos 2, 12 y sigs.), así como el hecho de que uno de sus
discípulos hubiera pertenecido al odiado grupo de los recaudadores de
impuestos para Roma o de que acogiera con agrado el arrepentimiento de
un jefe de publícanos como Zaqueo (Lucas 19, 1 y sigs.). Asimismo,
relatos como aquel en que contraponía a un odiado y pecador publicano
con un cumplidor (y autosuficiente) fariseo, inclinándose en favor del

DE LA TRANQUILIDAD DEL ANIMO

A SERENO I. SERENO: Cuando me examinaba a mí mismo, ¡oh Séneca!, aparecían en mí algunos vicios, puestos tan al descubierto que podía co...