miércoles, 18 de marzo de 2020

DE LA TRANQUILIDAD DEL ANIMO

A SERENO
I. SERENO: Cuando me examinaba a mí mismo,
¡oh Séneca!, aparecían en mí algunos vicios,
puestos tan al descubierto que podía cogerlos con la
mano; otros más obscuros y apartados, otros no
continuos, sino que vuelven de cuando en cuando,
de los cuales estoy por decir que son los más molestos,
como esos enemigos escondidos que asaltan
en las ocasiones, con los cuales ni se puede estar
preparado como en la guerra, ni seguro como en la
paz.
Sin embargo, el estado en que principalmente
me encuentro (¿por qué no he de confesarte la verdad
como a un médico?) es el de ni estar liberado
por completo de aquellas cosas que temía y odiaba,
ni totalmente sometido a ellas; así estoy colocado en
S E N E C A

un estado que, no siendo el peor, es el más lamentable
y molesto, porque ni estoy del todo enfermo,
ni sano. Y no me digas que son tiernos los principios
de todas las virtudes, que con el tiempo adquieren
dureza y fuerza. Tampoco ignoro que en las
cosas en que se trabaja por la estimación -me refiero
a las dignidades, a la fama de elocuencia y a
cuanto proviene del voto ajeno-, todo se consolida
con el tiempo; y que así las que comunican verdaderas
fuerzas como las que para agradar se revisten de
falsas apariencias, han de esperar años hasta que
poco a poco la duración les dé color; pero temo que
la costumbre, que da consistencia a las cosas, no fije
más profundamente en mí este vicio. La larga familiaridad,
tanto de lo malo como lo de bueno, engendra
cariño.
Esta flaqueza del ánimo, que permanece dudosa
entre lo uno y lo otro y ni se inclina fuertemente a
lo recto ni a lo depravado, no te la puedo exponer
de una vez, sino que he de ir por partes; yo te contaré
lo que me pasa y tú encontrarás un nombre para
esta enfermedad. Confieso que siento un gran
amor por la templanza: me gusta una cama no
adornada ambiciosamente, y vestido que no haya
sido sacado del arca y planchado con pesos y milpara obligarle a que resplandezca, sino
que sea casero y común y que ni haya de ser guardado
ni puesto con solicitud; me gusta una comida
que ni hayan tenido que prepararla todos los de la
casa, ni admire a los convidados, ni tenga que ser
ordenada con muchos días de anticipación, ni servida
por las manos de muchos, sino la corriente y fácil,
que no tenga nada de rebuscada ni de preciosa,
que se encuentre por todas partes, que no sea pesada
ni al patrimonio ni al cuerpo, ni haya de salir por
donde ha entrado; me gusta el criado inculto y el
esclavo tosco, la pesada plata de mi rústico padre
sin el nombre del artífice, y una mesa no vistosa
por la variedad de colores, ni conocida en la ciudad
por haber pasado por muchos dueños elegantes,
sino la que baste para el uso y no retenga voluptuosamente
los ojos de ningún convidado, ni encienda
su envidia. Pero gustándome mucho todo esto, me
aprieta el ánimo el aparato de algún pedagogo, esos
esclavos vestidos con una mayor diligencia y con
más oro que para una procesión, ese ejército de
siervos resplandecientes; la casa en que se pisan
preciosas alfombras, en que las riquezas están diseminadas
por todos los rincones, los techos son refulgentes
y hay siempre esa muchedumbre que a compaña a los patrimonios que se despilfarran.
¿Qué diré de esas aguas, relucientes hasta el fondo,
que rodean a los convidados, y de los banquetes
dignos de este escenario? Lo que sí digo es que, al
venir de la lejana frugalidad, me cercó con sus resplandores
el lujo que por todas partes resuena a mi
alrededor. Mi vista vacila un poco y más fácilmente
separo de él el ánimo que los ojos. Así me retiro no
peor, pero sí más triste, y entre mis deslucidas cosas
no me encuentro ya satisfecho y me acomete un
sordo remordimiento y la duda de si serán mejores
estas otras cosas. Ninguna de ellas me cambia, pero
todas me combaten.
Me gusta seguir los mandatos de los maestros y
lanzarme a la política; me gusta alcanzar los honores
y haces, no por andar vestido de púrpura y rodeado
de varas, sino para estar más dispuesto y ser más útil
a los amigos, a los parientes, a todos los ciudadanos
y a todos los mortales. Más concretamente, sigo a
Zenón, a Cleantes y a Crispo, de los cuales ninguno
se metió en política y ninguno dejó de enviar a ella a
sus discípulos. Cuando algo hiere mi ánimo no
acostumbrado a ser combatido, cuando sucede algo
indigno, como hay tantas cosas en la vida humana,
o no fácil de resolver, o me piden mucho tiempo

cosas que no son de estimar, me vuelvo a mi ocio y
como los animales fatigados regreso a casa a paso
más ligero. Me agrada encerrar mi vida entre sus
paredes: "Que nadie me quite un solo día, pues nada
ha de compensarme de tal dispendio, que estribe el
ánimo en sí mismo, que se cultive, que no haga nada
ajeno, nada en que intervenga el juicio ajeno,
que, libre de cuidados privados y públicos, ame su
tranquilidad". Pero en cuanto que una lectura más
fuerte levanto el ánimo y le espolearon los nobles
ejemplos, me gusta lanzarme al foro, dar mi elocuencia
al uno, mi trabajo al otro, y aunque no sirvan
de nada, intentar sin embargo que aprovechen,
y enfrentar en el foro la soberbia de alguno malamente
engreído por su prosperidad.
En los estudios a fe mía que pienso que lo mejor
es contemplar a las mismas cosas y hablar movido
por ellas, dando palabras a las cosas de modo que, a
donde ellas lleven, les siga el discurso con espontaneidad,
"¿Qué necesidad hay de escribir libros que
duren siglos? ¿Quieres tú no dejar de hacerlo para
que la posteridad no calle tu nombre? Has nacido
para morir y es menos molesto un funeral silencioso.
Pues entonces escribe por ocupar el tiempo y
para tu provecho con estilo sencillo y no con acción; menor trabajo necesitan los que estudian
para el día". Pero en cuanto el ánimo se levantó de
nuevo con la grandeza de los pensamientos, luego
se hace altivo en las palabras y ambiciona que así
como aspira a cosas altas, su lenguaje también sea
profundo y que el discurso esté a la altura del
asunto; olvidado de la ley y del juicio ajustado me
dejo llevar a lo alto y hablo con una boca que ya no
es la mía.
Para no detenerme más en cada cosa, en todas
me sigue esta flaqueza de una inteligencia que es
buena. Temo que no vaya yo cayendo poco a poco
o, lo que aun es más de preocupar, que no esté
tambaleándome siempre como el que va a caer y
que esto sea quizá más de lo que yo mismo preveo;
porque miramos con benignidad las cosas propias y
el favor siempre daña al juicio. Pienso que muchos
pudieron llegar a la sabiduría, si no se hubieran figurado
que ya habían llegado a ella, si no hubiesen
disimulado en sí mismos ciertas cosas, si no hubiese
pasado por otras con los ojos tapados. Porque no
hay ninguna razón para que juzgues que es más dañina
la adulación ajena que la propia nuestra.
¿Quién se atreve a decirse a sí mismo la verdad?
¿Quién hay que, metido en la turba de los que les
D E L A T R A N Q U I L I D A D  Del A N I M O
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alaban y lisonjean, no se elogia él mismo mucho
más? Te suplico, pues, que si tienes algún remedio
con el que detengas esta vacilación mía, me consideres
digno de que te deba mi tranquilidad. Sé que no
son peligrosos estos movimientos del ánimo, ni me
acarrean inquietud alguna; para expresar con un
verdadero símil esto de que me quejo, te diré que no
me fatiga la tempestad, sino la náusea. Líbrate de
lo que esto tenga de malo y socorre al náufrago que
ya está a la vista de la tierra.
II. SÉNECA: A fe mía, oh Sereno, que ya hace
tiempo que ando buscando en silencio a qué se parece
este estado de ánimo y no encuentro ejemplo
que más se le acerque que el de aquellos que habiendo
salido de una larga y grave enfermedad, se
ven todavía molestados con pequeños movimientos
y ligeros accidentes y aún después de haber echado
de sí las reliquias de la enfermedad, les inquieta la
aprensión y, ya curados, hacen que los médicos les
tomen el pulso interpretando mal toda la temperatura
de sus cuerpos. El cuerpo de éstos, oh Sereno,
está sano, aunque no esté acostumbrado a la salud,
como el mar, ya tranquilo, tiene una cierta agitación,
cuando ya ha pasado la tormenta.

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